El hueco

Baruch Martínez Treviño

<<Flora pediría papel y escribiría:

‘Árboles silenciosos

perdidos en el camino

refugio manso

de frescura y sombra.’>>

Clarice Lispector

I.

Aquella medianoche, de mareo por piel expuesta que sudaba entre otros cuerpos en el espacio oscuro de luces indecisas, con el alcohol mínimo, en las venas del oído enrojecía sinistrail sentinal. Carcomida la palabra de puro movimiento quebrado, con otros y otras en derredor que bailábamos algo tan abierto como las notas sin tiempo sobre el unísono de la cordura.

Es entonces pasadas las dos a eme que llega el fin, en el filo del escape, buscando nada donde una me toma y no me dice que está olvidando a alguien y sólo bailamos de sonrisas y éxtasis de desconocidos. Donde no hay imperfección si sólo somos un cuerpo arrastrado entre luces y sonidos. Así me ignoro de lucidez, como si en sus manos me acercara para morder y chupar su labio inferior mientras ojos que sonríen en la oscuridad sigue danzando un primitivo coqueteo de dos anónimos que se olvidan un instante después.

Pero el error de no saber cuándo es que el instante termina, lleva la vista hacia otros claroscuros de otros destellos y de otros nombres. Porque después de tomar mi ropa y alejarme de ese cuerpo que recuperaba su forma hinchada por el naufragio, era mejor no voltear a mirar cómo se hundían las sombras entre el silencio de la absoluta soledad.

II.

Que así empezó en ella lo que no quería conocer de cuando nadie habla. Porque se dijo a ella misma que no sacaría del cajón, en ese podrido mediodía, nada con que encender su angustia. ¿Qué deseaba sentir más acá donde él ya no estaba? Porque sabía que era él en su total oscuridad, porque recordaba ese temor que desde su mano en su cintura la noche anterior la acercó a él. Entre la misma canción que ahora, este mediodía cadavérico apenas pensaba bañar su cuerpo mientras seguía fumando de su pipa entre el sol que, impertinente, la reflejaba seca y hermosa en el espejo de su vacío cuarto, o su cuarto de cuerpo vacío en lo que él, de idiota porque no creía, le dejó su número. Pero ella no quería, o eso decía mientras frente a su espejo desnudo se quitaba el maquillaje mientras que la regadera sonaba el digno regreso. Que no tenía por qué buscar a alguien que se fue sin decir adiós, ella decía y mientras aclaraba su vista daba cuenta de unas líneas debajo de su seno “¿qué te hiciste pendeja?” Pensó mientras se ponía los anteojos. Era una frase, justo en la boca del estómago. La leyó frente al espejo en el sentido correcto, eso significa que él no la rayó, porque si él hubiera sido se vería en sentido inverso, “¿yo me rayé?”

Las cosas que no podía terminar de hilar, las risas, los pasos torpes, un perro detrás de una reja, unas luces de autos y ella prendida del brazo de él que le decía que tuviera cuidado y que sólo le señalara el camino para dejarla en su casa. Que en esa nebulosa de remembranza, en esa madeja de sensaciones de madrugada y de alcohol todo se perdió, para siempre. Sólo sombras de risas y de rostros a los cuales ignorar porque ella del brazo hacia un quizá abrazo de otros tiempos que aguarda en su cuerpo que, por orgullo, no podía sacar esas memorias de esa sensación de necesitada de un abrazo, por favor, un abrazo.

Dio otra calada para recordar pero lo único que alcanzaba era rellenar esa línea en la boca del estómago. Él le pidió un beso y le regaló una flor. Fue al cuarto mientras seguía el agua cayendo, ahí estaba, esa flor roja y grande en un vaso con agua. Volvió con una extrañeza que le daba un poco más de tranquilidad. En el ejercicio de escrutar su cuerpo y su memoria, o su memoria a través de su cuerpo. Porque eso hacía, frente al espejo, mientras se tocaba el cuello y sus manos eran él en esa noche con los espasmos que agitaban la cama, y entonces era el antebrazo de él que ella pedía un poco más con sus glúteos en el abdomen de él y ahí, reflejo que veía un ligero rasguño debajo de su oreja y entonces la flor que jugó antes de quitarse la ropa y el agua que caía ya no generaba vapor y entonces volvió al mediodía para ver que se había acabado el gas y entonces maldijo y sonó el celular dos veces. Fue, contestó y preguntó “¿sí?” con voz áspera de fastidio: tono sin señal, “¡arg!”

Y pensó con la valentía del acto en el fuego que no la detiene en memoria porque los treintaiocho centígrados fue suficiente para decidirse por el agua fría y bañar el recuerdo de un cuerpo no descifrado de lo que ofreció a la noche.

Debajo de la regadera descubrió que no hay baño en la memoria, solo un inconstante goteo de imágenes fecundas desde las uñas en el cuerpo mortecino que aún ceniza exhalaba de su boca. No hay lumbre en su costado, de un golpe que tenía en su camino el ardor de la entrepierna, donde el agua se enfriaba con más contraste, como si ahí la diferencia de tonalidades goteara un amoniaco de su recuerdo de un tipo de ácido por lo que él le dijo mientras arrastraba su cuerpo encima de ella, susurrando nombres diversos de mujeres desconocidas. Sí, ahora recuerda que él decía, llamaba o bramaba, nombres de mujeres, recuerda ver su rostro cerca de su rodilla mientras separaba sus piernas y sentía su boca muy caliente aproximarse por la parte interna de su muslo. Recuerda que él, de cabello muy corto en frente amplia con ojos negros y grandes decía Romina y sus manos redes a sus bestias, Carmen y su lengua con sonido de tacto en piel, Estrella y su cuerpo sobre el tiempo de su inhalación, Georgina y el agua que vertía con sus dedos entre su cabello, Raquel y el susurro en su oído de un hielo que se derrite, Brenda y planicies de color de la tierra que besar. Y entre aquellas ella sabía que ignorar un lugar en sus palabras la volvía un pliegue de un relato que él le dijo que quería escribir. Recuerda que se pensó en cada uno de los nombres que empezó a sentir cerca del oído mientras su cuerpo recibía cada posible mujer en la extensa palpitación de ella. Como si a cada nombre cambiara el movimiento de su cuerpo, como si en cada insistencia en él de aquellas otras fuera la cordial invitación a ser todas las mujeres que podría conocerse, en ella misma, en el resoplido que encendía las brasas de sus abrazos que aún aguarda como obsequio de su vida entregada. Porque considerarse en el lugar del desconocimiento, de su renuncia a una forma propia entendía que era como si en cada desprecio por su identidad pidiera ser todas las mujeres de ese desconocido.

III.

Porque voces que besas las veces que embistes si manos que golpean sin luces en mis desiertos que lunas entran y mares salen y salan tu boca que deja de hablar porque besas sin nombre de gemidos que no logras y yo ya seis que son las categorías de mujeres que escondes entre mis costillas y sólo aguardo tu nombre dentro de mí, como si no fuera un cuerpo ni un faro ni un oasis, como si fuera una marca que saldrás de aquí y no sabré cómo te llamas.

Del viento que poniente seca la vista y lloro por necesidad que es la rareza de una soledad envuelta de tus memorias que no conozco y que apalabras para narrarme un nado de recuerdos de otras luces, que mi cuerpo te perteneció tanto para roerlo con tus condenas a no olvidar. Llora mi vista que pierdo en los nombres de todas ellas para abrazarte con fuerza y sentir tanto ardor, tanta perfección que no es mía, que solo este abrazo te sostengo a mi oído esperando escuchar tu nombre y un sórdido y silente gemido recorre tu cuerpo y electrifica esta humedad para ver nacer un olvido en mi cuerpo. Lloro porque oro para que todo seco se pierda en un sueño, que exhausta y menos ebria me doy la vuelta hacia la nada y mi rostro tiene unas notas que recuerdo y no olvido y vuelven y vuelven quizá como una barredora que anda afuera a estas horas de la madrugada y un escalofrío recorre mi cuerpo y un frío de abandono me arropo con sus nombres pero no las conozco y sólo son manchas y sombras que incorpóreas hacen más profundas las notas que vuelven y vuelven de mi vuelta al nado de profundos olvidos.

IV.

Secando su cabello, agua que gotea cerrada la llave de la memoria visitas el espejo “¡Claro, yo me rayé!”, piensas recordar aquí entre tus sonrisas porque aún llevas el rosario en la muñeca y lees que tus manos tiemblan aún y sólo quieres echarte en la cama desnuda y que el calor te vuelva a sudar esos nombres.

Tengo el antojo del desnudo domingo podrido de un rostro que no es mío y quiero tocarme pero estoy cansada y tocarme por soledad es el falso testimonio del confesionario posmoderno de amarme a mí misma como si con eso nos vacunáramos de la infección de sentir por un desconocido todos sus nombres en mi cuerpo. Que el suave ventilador me escurre el seco aire de fines de verano para ahuyentar de mí eso que vuelve y vuelve y por eso mejor pinté cada aspa de un color distinto para verlas y blanco que vuelta constante chorrea olvido de mi recuerdo para sólo ser un cuerpo desnudo que odia esos mandatos de amor propio. Ahora que he sido (quiero creer) todas las mujeres de él, sostener su nombre en mi abrazo para ahora abrir mis brazos y dejar que el viento de colores borren el silente gemido que vuelve y vuelve.

Que se vaya el presente y me deje navegar en el vacío domingo. En el aroma que se levanta y rocía a mis costados las pocas plantas de mi cuarto solitario, que Four hands al piano me disipen y me llevan en sus notas a Alemania para soñar que el abrazo de los colores, hoy, es todo lo que tengo.

Suena el celular. Pienso “mierda”, dudo “¿no lo había apagado?”, mira que ahora una llamada quizá mi madre en el vilo de la luz mi ojo se esfuerza por capturar el quién en la pantalla y entonces silencio, no más timbre y mejor así porque dormida sigo y me vuelvo en mí misma como cuerpo que me abrazo que hace frío si me miro otra vez aquí.

Suena el celular y no sé si aún son las tres de la tarde y si aún estoy aquí porque en este instante que vuelvo mi cuerpo siente el aire del patio que mamá dejó la ventana abierta y la luz es brillosa porque al campo íbamos y pájaros mirábamos que dormían entre ramas que volvían reinos de destellos esos veranos con mamá y papá que suena la ambulancia y del despertar, no, no estoy con ellos, estoy escuchando mi celular que me vuelve de eso que aseguró mi cuerpo como un pasado que me acecha y me gusta pero hace más doliente mirar el celular y que diga “Desconocido”.

No contesto y me incorporo, sí, reviso el celular, me echo una manta encima y veo, entre WhatsApp sin relevancia, alguna amiga que quiere, o quiso, que saliéramos, porque ya no es la hora de mi verano, sino del verano de este podrido lugar que no debo pensar así porque ¡Yei, soy subversiva que me amo sin culpas! Y me da un poco de asco, no es suficiente el sarcasmo, que entonces este podrido horario que no me pertenecer ya no hice nada hoy, ningún pendiente. Tipos equis con mensajes equis que, el hecho de que tengan una letra es mucho para ellos, porque lo que tienen es que no abro los mensajes y sólo borro… hasta dar con él, que su foto una flor roja.

Y si digo su foto flor roja es porque es un +52 con un dígito que, si, claro, anoche intercambiamos números pero perfecto no nombrarlo dejando espacio a la barredora de lo que hacemos esas noches en esos lugares, dejamos un espacio para el olvido precipitado, ¿para qué nombrar algo que sé que se va a ir? ¿Para qué gesticular cuanto te llame? Mejor me ahorro mis arrugas, por eso sin-nombre que me evite la pena de nombrarte en mis días a solas. Anticipado el rechazo, olvido, rencor, fastidio, neurosis, intolerancia: gracias mensajes de feisbuc que me enseñaron a huir del lugar en la palabra del otro como la mayor condena para ésta podrida soledad.

Por eso flor roja sólo dígitos que no son memoria, son un número de serie que no me pertenece, que al carecer de lugar en mi orden, pasa pronto al deshecho. Pero un mensaje, una intriga que diga algo que ponga una sombra o un matiz al encuentro. Y sí, un único mensaje “Cuida tu hueco” para mi vista y tacto de inmediato volver a pasar a la boca del estómago. Sí, por ahí pasó su nombre, el último de una hilera de suspiros que guarda de cada una de ellas. ¡Ay! ¿Qué pedo conmigo? No es un tatuaje, al menos no en la piel. Que sí, ahora mismo mi mano está acariciando este hueco, me acaricio y dejo que un espasmo recorra mi tarde, dejo que caiga el recuerdo de esa cama en la casa del campo cuando a mis cinco años mi padre me abraza para que pudiera dormir con su nombre cubriéndome de otro podrido verano.

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1 de enero de 2018

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